29 December 2009

Caballerosa

Manejando de regreso del trabajo ví a un chico en el acotamiento de una vía rápida. Estaba parado junto a su moto a la que se le había salido una llanta, con una cara de desolación que se alcanzaba a ver sólo de ladito; era un chico lindo, con chinos oscuros en la cabeza y una de esas chamarras que siempre quise tener, pero que nunca me compré porque eran muy-de-hombre.

Pensé detenerme, preguntarle si estaba mas o menos bien (visto que, en definitiva, no estaba todo bien), si lo llevaba a algún lado. Se le haría raro, finalmente no son las mujeres las que suelen hacer ese tipo de cosas, y le podría haber sacado de encima la extrañeza diciendo que no se preocupara, que yo realmente vagaba por las calles en busca de damiselos en aprietos, esperando que algún día encontraría uno lindo como él, que a cambio de la ayuda, pagaría unas rondas de cervezas. Nos reiríamos de toda esa tontería y se daría cuenta de que sólo soy chistosilla, y sólo me aproveché de la situación.

Un modo peliculesco de conocer a alguien. Y como al final todos, aún involuntariamente, hemos visto más comedias románticas de las que cualquier loquero recomendaría, nos quedaríamos enganchados. Nos enganchamos siempre a las historias de novela, de película. Así nos hemos ido condicionando, porque en la realidad no hay malos tan malos, ni amores que trascienden todas las fronteras, ni finales felices porque al final de la vida queda sólo la muerte y tampoco nos entendemos con la muerte en términos de felicidad. Sin nuestra ficción nos queda sólo la vida. Sólo nos quedaría la realidad.

Realidad.

En una vía rápida no puedes frenarte a ayudar extraños. Todo ésto se me ocurrió mientras manejaba sin pausa de ningún tipo, cuando ya estaba varios cientos de metros lejos del chico, al que debo haber visto sólo por tres o cuatro segundos y lo mejor que pude hacer con ese instante de realidad no fué ni siquiera una película.





¿Si vuelvo a pasar ahora mismo, el chico seguirá ahí?

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