11 December 2006

Matutina.

El jueves en la mañana estaba parada afuera del restaurante California de Centro Max, esperando a Mauricio que me recogería para irnos a trabajar a Guanajuato como los burócratas esclavos de la grilla política que últimamente (más últimamente yo que él) nos dedicamos a ser.

La noche anterior habíamos acordado telefonicamente vernos ahí, pero como suele sucederme, siempre olvido pedir indicaciones precisas, señas especiales, particularidades o certezas... así que olvidé preguntarle que coche manejaba. Y además como me sucede siempre también, no lo recordé hasta el momento en el que ya estaba parada enfrente, viendo por la ventana la barra de ensaladas del restaurante; pero pensé "Ok, si viene por mi y sabe que voy a estar parada aquí y seguramente va a pasar mas despacito y entonces yo ya lo veo y todo, y nos vamos, claro, es lo lógico". No supe cuántos minutos o eternidades pasaron, y a esa hora de la mañana no me importaba realmente, si yo lo que quería era una cobija, un café, una película y abrazar mi almohada. Pasó un coche verde, despacito... con alguien a quien si no le veías la cara (cosa que sucedió por el sol directamente en mis ojos) pasaría por un Mauricio recogedor de compañeras de trabajo. Se paró un poco más adelante de donde estaba yo, y abrió la puerta del copiloto, y justo cuando yo estaba por sentarme en el asiento escuché un "¿A dónde vaaaasss, mamaciiiitaaaa?" y cuando voltee vi algo muy parecido a un perro sarnoso con acné de secundariano de escuela de gobierno... presumiblemente una persona, porque hablaba... pero nada seguro.

A pesar del efecto vomitivo de la visión (seguro estaba alucinando.... espejismos por el frío o el exceso de actividad a esa hora de la mañana) tuve a bien cerrar la portezuela y patearla; y creo que machucarle una mano al hombre, perro, araña o cucaracha que manejaba el Neón verde recién pateado.

Ya después sólo se me ocurrió marcarle a Mauricio, y preguntarle que qué coche de qué color manejaba. Y seguir esperándolo, con ganas de cobijarme, darle un trago a mi café, dormir abrazando mi almohada después de matar unos cuantos hombres con una Magnum .44

01 December 2006

Ciertos poemas reveladores.

Hoy me siento generosa, así que les regalo mi poema favorito. Enjoy.

Los amorosos.

Los amorosos callan.
El amor es el silencio más fino,
el más tembloroso, el más insoportable.
Los amorosos buscan,
los amorosos son los que abandonan,
son los que cambian, los que olvidan.
Su corazón les dice que nunca han de encontrar,
no encuentran, buscan.

Los amorosos andan como locos
porque están solos, solos, solos,
entregándose, dándose a cada rato,
llorando porque no salvan al amor.
Les preocupa el amor. Los amorosos
viven al día, no pueden hacer más, no saben.
Siempre se están yendo,
siempre, hacia alguna parte.
Esperan,
no esperan nada, pero esperan.
Saben que nunca han de encontrar.
El amor es la prórroga perpetua,
siempre el siguiente paso, el otro, el otro.
Los amorosos son insaciables,
los que siempre -¡qué bueno!- han de estar solos.

Los amorosos son la hidra del cuento.
Tienen serpientes en lugar de brazos.
Las venas del cuello se les hinchan para asfixiarlos.
Los amorosos no pueden dormir
porque si se duermen se los comen los gusanos.

En la obscuridad abren los ojos
y les cae en ellos el espanto.

Encuentran alacranes bajo la sábana
y su cama flota sobre un lago.

Los amorosos son locos, sólo locos,
sin Dios y sin diablo.

Los amorosos salen de sus cuevas
temblorosos, hambrientos,
a cazar fantasmas.
Se ríen de las gentes que lo saben todo,
de las que amana a perpetuidad, verídicamente,
de las que creen en el amor como lámpara de inagotable aceite.

Los amorosos juegan a coger el agua,
a tatuar el humo, a no irse.
Juegan el largo, el triste juego del amor.
Nadie ha de resignarse.
Dicen que nadie ha de resignarse.
Los amorosos se averguenzan de toda conformación.

Vacíos, pero vacíos de una a otra costilla,
la muerte les fermenta detrás de los ojos,
y ellos caminan, lloran, hasta la madrugada
en que trenes y gallos se despiden dolorosamente.

Les llega a veces un olor a tierra recién nacida,
a mujeres que duermen con la mano en el sexo,
complacidas,
a arroyos de agua tierna y a cocinas.

Los amorosos se ponen a cantar entre labios
una canción no aprendida
y se van llorando, llorando
la hermosa vida.

- Jaime Sabines -