18 April 2007

¡No quiero!

Un cuentito mío. Enjoy.

Sofía tenía las mismas ganas de bañarse e ir a misa esa mañana de domingo que las que hubiera podido tener de arrancarse una a una las pestañas y las uñas de los pies. Muy pocas. Tenía las mismas ganas de sentarse en un cactus, o caminar con corcholatas enterradas en las plantas de los pies, de comer gusanos, de picarse un ojo hasta que se le desinflara que de salir con su familia ese día, y con el calor que estaba haciendo; así que aunque le apestaba la cabeza y lo sabía, porque el sillón caliente donde estaba acostada en shorts no le escondía las evaporaciones capilares, nada le inmutaba.

Hizo caso omiso a su madre cuando vino a advertirle que si por su culpa llegaban tarde y les tocaba parados le iba a ir muy mal. Después tuvo que hacer un esfuerzo grande para permanecer estoica al constante sonido del claxon que le gritaba desde la camioneta familiar que ya todos se iban, y que la dejarían encerrada en la casa junto al repudio comunal, pero aunque intentó e intentó, ésto sí que le resultó muy molesto, de modo que decididamente asomó la cabeza por la ventana para gritarles que se callaran porque de todas maneras no iba a ir y que si llegaban tarde y les tocaba parados no iba a ser su culpa para nada.

La van familiar azotó una puerta e hizo un berrinche motorizado antes de desaparecer a la derecha en la esquina de la calle, dejando a Sofía sola en la casa durante una hora de misa y aproximadamente unos cuarenta minutos de traslados, en los que ella planeaba bañarse, (porque concluyó que si se pasaba los dedos por la cabeza y le salían brillantes y oliendo a veladora quizá no estaba ya nada limpia) caminar desnuda por la casa, bailar y comerse unas quesadillas.

Puso un cassete viejo de Limp Bizkit, mientras aventaba su ropa por todos lados y caminaba sintiéndose altamente revolucionaria hacia la regadera que ya escupía muchos litros de agua helada. Dio varios rebeldes resoplidos cuando entró a la regadera porque el agua muy fría, aunque era perfecta para la acalorada gente recia de carácter, tenía ciertos efectos físicos naturales. En un insurrecto impulso decidió ponerse shampoo y acondicionador en el cuerpo, y jabón en la cabeza, obteniendo como resultado una envidiable piel sedosa, manejable y brillante, al tiempo que su cabello se había humectado con un cuarto de crema y ahora gozaba de una apasionante protección antibacterial.

Ese día sintió lo que en textos religiosos se describiría como una iluminación: fue a partir de entonces que en lugar de decir mamá y papá comenzó a decir Carlos y Margarita. Comenzó a desvelarse en lugar de comer y dormir; mezcló a los desconocidos, amigos, frees, fuck-buddies, novios, feos, conocidos, guapos, atractivos con los intrascendentes, los compañeros de clase, los transeúntes de la calle, de los que se había enamorado, de los que no, y de los que estaba enamorada tan en secreto que ni ella misma lo sabía. Mezcló fashionista y vulgar, chorizo y pastor, negocios y placer; sexo, marihuana, tequila, cariño, cerveza, café, amor, cigarros, vodka y depresión, en cantidades y situaciones diferentes. Un día, de modo soberanamente inverosímil logró mezclar desayuno, almuerzo, comida, merienda y cena. Juntó en un llavero las llaves de su casa, de su auto y de su cajita secreta que tenía escondida en un oculto lugar de su cuarto. Tenía una libreta gigante donde le daba por apuntar todo lo que pensaba, sentía, las historias que se quería contar, lo que necesitaba comprar en el súper, los trabajos escolares y los nombres de canciones y frases de libros que no quería olvidar. Un día amontonó en la cajuela de su coche sus zapatos, la libreta gigante, ropa, libros, la cajita secreta, maquillaje y recuerdos, mientras se despedía de muy mal modo de su familia. Dio vuelta en la derecha en la esquina sin fijarse, porque estaba tan enojada que se le atoraban las lágrimas y las carcajadas juntas en la garganta.

Antes de salir de la ciudad pasó a una iglesia, a misa de 11 de la mañana, sin bañar y con la cabeza apestosa.